sábado, 9 de diciembre de 2006

CELEBRACIONES

Anoche fui al cumpleaños de mi amiga Fabiana. Cumplió los mismos años que yo… Lo que de primera impresión, nos ubicaría en la misma generación. Ambas somos tan diferentes y sin embargo con un cariño entrañable que nos une sin remedio, afortunadamente.
Vino a invitarme hace unos días, y yo con mi reticencia a salir de casa, sólo hice un tibio amague de no ir, y ya me puso una cara de pucheros que me dio en la peor conciencia… ¿cómo amagarle al cariño?, pensé. Y allí estuve. Presente en su fiesta.
No puedo decir que esté orgullosa de mi soledad, ya que alguien por allí dijo que no se le perdona la soledad a la gente. Las únicas soledades que se respetan son las de los escritores y los pescadores. Son soledades “políticamente correctas”, el resto son cuestionadas sin descanso.
Me costó salir como desde hace un largo tiempo. Cuando se me agotaron las excusas, no tuve más remedio que partir. Allí estaba ella, hermosa, muy feliz. Los años (y el divorcio) la han hecho florecer con una irreverente belleza, y si bien siempre fue de minifaldas y taco aguja, ahora está más linda. Tiene la sensualidad de los cuarenta, del “ya cumplí: con la vida, con mi esposo y con mis hijos, ahora llegó mi turno”.
Habían muchos amigos, algunos no los conocía, ya que hacía dos años que no iba a su cumpleaños por no encontrarme en esta ciudad por esos días.
Cenamos mientras miraba mi reloj y el celular, dando la pésima impresión de estar esperando una llamada para salir corriendo. (En verdad esperaba una llamada que nunca llegó, pero esa es otra historia). Eramos un grupo de unas veinte personas. Todas dentro del mismo rango de edad. Las mujeres, la mayoría divorciadas, con sus nuevas parejas a las que tomaban del brazo con inusitada pasión. (Yo desentonaba, incomoda).
Luego llegaron algunos hombres solos, amigos desconocidos para mí y allí Fabiana me presentaba (guiños de por medio) como “y ella, es mi amiga Lili, SOLTERA” o “y aquí te presento a Lili, que está SOLA”, lo cual me divirtió mucho. Tener el apellido SOLA seguido a mi nombre. Como una marca, como un designio, como una identidad sugerente.
Me hubiera gustado conocer las impresiones de un hombre cuando le presentan a una mujer apellidada SOLA. Qué situaciones se le atraviesan como relámpagos. Si acaso piensan que es la puerta de la aventura, la posible madre de sus hijos de fin de semana (si son divorciados), la felina que los hará volver a la pasión juvenil, la diosa del sexo que esperaban, una pobre mina, una mina “que por algo será que está sola…”, no lo se.
Fabiana no dijo nunca “Fulanito de tal, SOLO”… sino nombres: Ricardo, o Juan…. o Roberto. Pero sin apellidos. Ya que los hombres no tienen marca. Ni estado civil. Son siempre disponibles.
Con el correr del tiempo comencé a sentirme más incómoda y algo aburrida. Nunca fui el alma de ninguna fiesta, pero en verdad no me gusta bailar. La música de los ’70 taladraba mis oídos y los recuerdos que comentaban, no tenían nada que ver con mis propios recuerdos. Hablaban de sitios antiguos de baile y franeleo que por supuesto nunca conocí… Y fue inevitable sentir nostalgia por mi propia juventud sin mayores diversiones, una juventud que se pasó entre reuniones políticas luego de la vuelta a la democracia, pintadas callejeras, movilizaciones pidiendo por la libertad de los presos, militando en los barrios, en la universidad y luego tempranamente, el matrimonio con un viejo mito setentista, militante perseguido y cuadro revolucionario de los movimientos vanguardistas que fueron el centro en la mira del golpe de estado de 1976.
(Mi ex esposo, es el padre de mi amiga Fabiana. No requiere mayores explicaciones esto).
Luego comenzaron a bailar… fue cuando busqué otros rumbos, escapándome en medio del estruendo de los Bee Gees, de Village People, que se yo, Roxette y muchos más de los ochenta.
En el living, el ambiente era el de los jóvenes, sus hijas y amigos, que en verdad conozco más y compatibilizo bien con ellos. Allí hablamos de cosas que tienen más que ver conmigo, arte, música, libros. Me dijeron que era hippie, porque estaba vestida con ropa hindú y pañuelo en la cabeza, con una onda parecida a la ellos, artistas todos. Salimos a la calle a ver una “luna hippie” también, amarilla y enorme. Y nos reimos juntos.
Por la ventana del living que daba al patio, veíamos como bailaban la cumpleañera y su troupe. Frente a lo cual, hice un comentario sobre lo que antropológicamente significaba el baile, como danza previa al apareamiento, como sistema corporal de movimientos tendientes a seducir al otro. Otra vez reimos.
Cuando agonizaba todo, llegaron los refuerzos. La murga de la escuela popular de teatro, compañeros de la hija mayor de Fabi, con sus instrumentos, sus trajes raros, sus peinados rebeldes y su olor a vino y cannabis, tocando en la vereda el cumpleaños feliz, para horror de vecinos y caminantes que rapidamente cerraron sus puertas bajo siete llaves, persignándose, presumo.
Fue inevitable sentirme bien con ellos…. Allí estaba también Fito, un uruguayo que conozco bien, y que trabaja en las esquinas de una avenida, haciendo malabares con pelotas y una nariz roja. Y otros artistas, simpatiquísimos, de los que no escatiman abrazos y besos, acostumbrados como están a dar sonrisas. Me alegraron la noche, desparramando su polvo de estrellas y bailando al son de sus tamboriles.
Matias, con sus rastas largas, patria libre de una liberada sociedad de piojos y Riki, y muchos otros artistas que se toman en serio la vida, desestructurándola y rearmándola con más bondad.
Fue suficiente para espantar a los viejitos como yo, que desde sus sonrisas medio fingidas, (me parecieron), tomaron sus sacos y carteras y comenzaron a despedirse.
Fue la segunda etapa de la fiesta. Allí ya me sentí mejor. Todo se estiró hasta las 6 de la mañana más o menos, y me vine a casa con Paulita, que estaba feliz con tanta locura artística que no conocía de cerca. Fascinada con los tambores y los malabares de pelota.
- Mamá, quiero estudiar teatro- me despachó.
- Ya veremos, hija. Ya veremos...

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