miércoles, 15 de noviembre de 2006

PAULA











No. Me dije.
No puede ser tanta belleza. No he sido tan buena persona en mi vida para merecer, a mis veintisiete años, este regalo. Pequeña, serena, buena. Mi niña.
La llegada de mi hija fue sencillamente sumar todas las ternuras, multiplicar todas las expectativas, canjear todos los sueños, y tener como resultado una niña bella. Simplemente eso.
¡Que exagerada, dirán…! Es que no era ni lejos su mejor virtud y sin embargo era lo primero que llamaba enormemente la atención. Su cabello con ondas rebeldes, muy oscuro, sus ojos insolentemente azules y su piel blanca, pero no transparente, no blanca nívea, ni blanca frágil, ni blanca bebe. Era una piel blanca, portentosamente blanca.
Precoz, inteligente, sanísima, tan sana que parecía santa. Nunca se enfermó de pequeña. Y de mayor tampoco, sacando cuentas. Ya corría a los 10 meses. En patitas, solamente. Parecía una niña feliz, en un país que estaba cada vez peor. En una Buenos Aires que conoció mi niña desde el fragor de las marchas de protesta frente al Congreso, de las palomas pi pi migas de pan, de la Plaza de Mayo, los jueves de Madres. Que conocía sonriendo desde su cochecito, alargando las manos hacia las pancartas, bailando al son de los bombos, de los cantitos…
Concurría quietita, y a veces no tanto, a las reuniones en los centros culturales, en los congresos del nuevo pensamiento, en los encuentros de la militancia intelectual antiglobalizadora de los noventa.

Luego el antiexilio, la vuelta a la Mendoza de mis postales, el campo con viñas verdes, los otros pi pis gallinas de la abuela, el olor a tierra regada. Y también fue feliz aquí, entre primos y perritos recién nacidos.
Fue creciendo, prendida a las polleras revoltosas de su madre, o sea, de mí. Que nunca lograba quedarme quieta en un lugar, que me mudaba como quien cambia de traje. Y ella parecía no padecer mis continuos cambios buscando quién sabe qué, siempre comprendiéndome y perdonándome, desde sus ojitos azules.

Ay, hija. Cuántas cosas me enseñaste desde tu llegada. Cuántas veces aun, seguirás arriando desde tu madurez de mujer a esta inmadura niña, que es tu madre.
No imagino lo que pudo haber sido mi vida sin tu luz, sin tu presencia. Tan llenos están todos mis rincones de recuerdos tuyos que pareciera que mi vida empezó en vos y allí continúa. Tal vez no sea el momento ni el lugar para pedirte algunas disculpas. Por esas cosas que te han dolido, que no te hice pero dejé que te hiciera la vida. Por esas veces que te dejé sin ángel de la guarda, sin besito en las mejillas, sin hasta mañana. O mejor no me disculpes. Es necesaria a veces la herida abierta, crónica, que siga allí recordándonos que tuvimos la guardia baja. Para que no vuelva a ocurrir. Dejalo así mejor.

Ahora que ya me miras con reproche, que haces las valijas de tu inocencia, que contás y cantás poesía en tu cuarto, suspirando por pringosos vecinos de mala muerte que nunca serán lo suficientemente buenos para vos, ahora quiero que sepas que este amor, que te juré cuando te vi por primera vez, es hora de que me lo cobres. Todos los días. Aquí estoy para pagártelo.
Recuerda nuestra consigna de vida: “la mamá y la nena siempre…. juntas” Y aunque cuando eras pequeñita yo te decía –Pauli, donde mis ojos te vean… hoy que estas más grande, te digo, -- Pauli, donde mi amor te vea…
La última flor que me regalaste, que aún tengo junto a mi cama, aunque su olor no sea tan perfumado ya, tiene una tarjetita que leo apenas abro los ojos cada día, que dice “Te quiero mucho…. Una rosa mas bella que vos no hay. Paula” . Fue tu última ternura expresada, ya que no te gustan los besuqueos ni los franeleos . Como verás, los tuyos son tramposos.

Todavía quiero morderle los pies redondos, la pancita blanca y suave, la cola gordita, sus piernas perfectas. Peinarla con dos chapequitas tirantes, y bañarla con agua de azahar, como cuando era mi bebe, mi pequeño regalo.
Pero ya no puedo hacerlo. Y siento una nostalgia desnuda, indefensa, de que el tiempo haya pasado tan rápido, con tan mordaces argumentos

La última promesa que le hice a mi hija fue llevarla a conocer el mar. Y en unos meses pese a quien pese, la cumpliré. Me imagino la cara que pondrá cuando vea esa inmensidad azul. Por nada me perdería ese último asombro.

Aquí me preguntan por qué lloro cuando escribo. Y es que pensaba en qué le puedo pedir a la vida para mi hija Estamos solas, como dice Pablo Milanés. “tú naciendo a la vida, y a mi que se me va…” Y solamente le pido que nunca deje de mirar, de asombrarse, de reir. A veces creo que lo mejor ya pasó y no me reí.

Verla viva, dispuesta, con qué ganas se sacude las tristezas y avanza. En su adolescencia de dolor vivo, de lágrimas de almohada que de a poco la vuelven sabia, ella me enseña, mientras yo sigo pensando, qué hice, qué hice para tener una hija tan bella?
Y no es metáfora, es implacable verdad.


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